Una vez aceptada la invitación, me aseguré que en Ryoshi se estuvieran llevando a cabo todas las medidas posibles para cuidar de sus clientes, además, fui cuidadosa de no olvidar mis nuevos tres básicos: cubrebocas, careta y gel. Llegué al restaurante, pise el tapete desinfectante de la entrada y me recibieron personas que, sonriendo con la mirada, tomaron mi temperatura e hicieron un breve cuestionario sobre mi salud. Acto seguido, pasé a una cabina sanitizante para después recibir, de nueva cuenta, gel antibacterial. Dato: ninguna persona puede entrar al restaurante si no lleva cubrebocas.

Me asignaron la mesa y asorada, observé a mi alrededor: había gente (separadas por mesas de distancia) pero al fin y al cabo, gente que probablemente estaba experimentando, al igual que yo, su primera salida después de meses de encierro. Ya en la barra y después de que el chef me diera la bienvenida, llegó la hora de ver el menú y un mesero, con cubrebocas y careta, me compartió un código QR para escanearlo desde mi celular (¡qué modernidad!). Después, me dieron un paquete de cubiertos y el cual, a lo largo de la comida, me cambiaron un par de veces más.
El festín comenzó y entre piezas de nigiris, rollos, especialidades de la casa y su postre estrella de macadamia, Ryoshi, me probó una vez más por qué es uno de los restaurantes japoneses consentidos de la CDMX. Cabe mencionar que entre plato y plato, un lavabo “portátil” llegó a la mesa para promover el lavado de manos constantemente. Me lo advirtieron cuando llamé al restaurante: “extremamos en medidas sanitarias” y sí, por experiencia propia, puedo decir que lo hicieron.