“Más difícil que tener el virus del SIDA era fingir no tenerlo” confiesa entre las páginas. Ella tenía 15 años cuando se contagió y, la preocupación de no provocar angustia a sus padres, convierte sus primeros años con la enfermedad en un camino solitario.
El libro es como una montaña rusa de emociones y Valeria lo sabe. A través de un diálogo intermitente con el lector, parece abrazarnos para decir que aguantemos las lágrimas o las risas y sigamos acompañándola en su relato donde da cuenta de cómo el VIH es algo más que estar destinada a perecer.

En contraste se encuentra Los ojos del perro siberiano, una novela corta publicada en 1998 y escrita por el argentino Antonio Santa Ana, quien narra desde la curiosidad, mezclada con el enojo cómo un niño queda preso entre sus padres y el rechazo de estos hacia su hermano, quien se descubre seropositivo.
La obra se convierte en un relato periférico y melancólico del SIDA, en el que un adulto comparte sus recuerdos minimizando cada uno, pero contándolos como la gran revelación de su pasado en donde la infancia choca con la discriminación y la dificultad de buscar respuestas en un contexto donde nadie las quiere dar por el temor a ser juzgados.