Aparecen los españoles en el escenario con sacos floreados y sonrisas plenas. Mi padre no usa traje, pero sonríe así cuando algo le agrada. Le gusta, por ejemplo, poner canciones de Sabina y Serrat, y así lo ha hecho desde que los vinilos no eran moda sino lo único que había.
En mi casa, esas placas de acetato daban vueltas y sonaban la misma canción que ahora escucho: "no hago otra cosa que pensar en ti, por halagarte y para que se sepa". Dedicaba mi padre miradas cómplices a mi madre, según recuerdo. Esa canción de musas difusas llegaba a una de carne y hueso.
“Así ha de ser este concierto”, pienso, “olas de recuerdos a través de un vaivén de insultos, halagos y lisonjas entre los anfitriones, y un constante préstamo de canciones entre ellos”.
Abre Serrat el show con una oda a su amigo y el otro responde: "diré dos cosas sobre su patético discurso, uno: él no es catalán; es un pinche gachupín", puntualiza Sabina. Y luego, con su camisa de estampado de dinosaurios, habla sobre la crisis en Europa y la de Chile y Bolivia y Colombia y Ecuador y México y México y México. A lo largo del concierto aparecen imágenes de migrantes africanos navegando mares de vidas y muertes.